LA LIBERTAD (O EL MIEDO A LA LIBERTAD)

12 julio 2018

José Miguel Núñez en 21 Vivir de otra manera

Han pasado cuarenta días desde la toma de posesión del actual Gobierno. La intervención – ayer – de la ministra de educación sobre la concertada no nos deja lugar a la duda. Vuelta la burra al trigo. Es un déjà vu: retornar a los lugares comunes arremetiendo contra la libertad que tanto dicen defender. El Gobierno ha anunciado una reforma inminente de la LOMCE sin esperar a ningún pacto educativo – ¿para qué? – y poniendo en cuestión el servicio social de la educación concertada, que, según la ministra, “puede estar o no puede estar”, porque no puede ser un criterio para la concertación la “demanda social”. La que tiene que estar es la pública, dice la titular de educación. La concertada, entonces… Pues… ¿Qué quieren que les diga? Sólo cuando no haya más remedio.
De nuevo, la vulneración de derechos. De nuevo, el miedo a la libertad. A un gobierno democrático, responsable y creíble no debería importarle que los ciudadanos, en libertad, escojan el tipo de educación que quieren para sus hijos. Un gobierno serio debería favorecer democráticamente que, en igualdad de oportunidades, las familias pudieran elegir para sus hijos propuestas educativas inspiradas en el humanismo cristiano si así lo desean o en cualquier otro cuadro axiológico. En libertad. En buena lid. Sin imponer, desde el poder, el café para todos en nombre de un laicismo (que no laicidad) rancio y sectario que pretende que si no es bueno para mí no lo sea para nadie.
Y a vueltas – ¡otra vez! – con la clase de religión. No entro en el mérito de si clase de religión sí o clase de religión no; o si debe ser computable o no debe serlo (esa cuestión daría para otra reflexión), sino en el tema más de fondo: la dichosa ideología moderna (en términos estrictamente filosóficos) que sigue anclada en los postulados del diecinueve sin liberarse de los corsés culturales que la forjaron y que, a mi juicio, ha parado el reloj de la historia y del pensamiento contemporáneos y en la que sigue anclada la izquierda más rancia de este país. Si por algunos fuera, los cristianos no tendríamos espacio en la res publica, relegándonos – eso sí – a la conciencia privada como único derecho inalienable ¡Cómo no! Como si fuera ésta una concesión “graciosa” del gobernante de turno que – además – exhibe con impúdico talante democrático. «Oiga – parecen decirnos -, que nosotros respetamos la conciencia ¡Faltaría más!».
¿Hasta cuándo tendremos que soportar esta falta de rigor intelectual y auténticamente democrático en un país libre y moderno como el nuestro? Más allá de la supresión del Concordato, la guerra con la concertada o la expulsión de los monjes del Valle de los Caídos… ¿Alguna idea más? Un país laico es aquel que separa claramente el estado de cualquier identificación religiosa. Pero un país laico en el siglo XXI deberá también reconocer la aportación de la experiencia creyente que los ciudadanos asumimos en libertad y que no se puede recluir en la conciencia como si ésta fuera una sacristía. Por el contrario, somos lo que somos en la realidad social y – desde ella – trabajamos por servir a la sociedad desde la educación, el trabajo con los más desfavorecidos, la atención a personas en riesgo de exclusión, la creación de puestos de trabajo, la búsqueda de más oportunidades para todos… Y lo hacemos como ciudadanos creativos y preocupados por el bien común. Ciudadanos creyentes y comprometidos que no imponemos a nadie nuestras ideas, pero que no queremos renunciar a dar razón de lo que pensamos y creemos en la sociedad democrática y libre en la que queremos vivir. No es sólo cuestión de la conciencia, no. Ésa es la trampa. Queremos ser lo que somos en la plaza pública, en respeto y libertad.
Como a muchos otros ciudadanos, no me interesa una nueva ley de memoria histórica que me imponga una lectura “oficial” de la historia sancionada por una pretendida “comisión de la verdad”. Llevo décadas haciendo mi propia interpretación: adulta, responsable y libre. Porque en estos tiempos inclementes hace mucho que sabemos que no hay una sola verdad y sólo cabe la hermenéutica. Provengo de una familia republicana; crecí en el bando de los perdedores, represaliados y perseguidos… Pero cerré esas heridas mucho tiempo atrás y miro hacia adelante trabajando por hacer un país mejor para todos. Prefiero un gobierno que gestione mejor los bienes de los ciudadanos, que impulse políticas eficaces de empleo, que consolide un sistema sanitario de calidad y asegure las pensiones, que trabaje por un pacto educativo sólido y duradero donde todos tengamos cabida, que asegure la libertad de elección de centro y consiguientemente de la educación que cada quien desee para sus hijos, que desarrolle políticas de solidaridad, acogida y desarrollo, que actualice la justicia y la dote de medios para que sea más eficaz y menos burocrática… Y así, un largo etcétera. Pero parece que es mucho pedir. A este gobierno y a los anteriores.
Cuarenta días. Con sus cuarenta noches. Simbología bíblica que alude a la travesía del desierto del pueblo de la alianza. Pero aquí no hay pacto ni búsqueda de libertad ni tierra prometida; sólo la tentación de adorar a otro ídolo que se llama ideología. “Humano, demasiado humano” (F. Nietzsche).

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