CONSTRUCTORES DE PUENTES

11 marzo 2018

Cristóbal López, nuevo arzobispo de Rabat… Toda una declaración de intenciones: «Quiero ser, como Kenitra, un pequeño puente que una a cristianos y musulmanes, pobres y ricos, europeos y africanos, jóvenes y mayores«. 

Hace un rato me he encontrado en Twitter con esta imagen y las palabras que la acompañan. Pude pensar en la casualidad («Justo hoy tenía que aparecer esta idea delante de mis narices. ¡Qué bárbaro!»). Pero no. Estoy convencido de que fue la Providencia: Dios se plantó en medio del camino (¿cuántas veces ocurrirá esto y no somos conscientes?) y volvió a golpear mi dura cabeza… «SEAMOS CONSTRUCTORES DE PUENTES. SEAMOS PUENTES».

Y es que éste ha sido el título del último texto que el salesiano Pedro Yedra (un gustazo compartir con él) presentaba hoy en los Ejercicios Espirituales celebrados este fin de semana en la Casa Salesiana de Pozoblanco. Un texto para leer y releer, para meditar y hacerlo vida. ¡Buen provecho!

De todos los títulos que en el mundo se conceden, el que más me gusta es el de Pontífice, que quiere decir literalmente «constructor de puentes». Un título que, no se por qué, han acaparado los obispos y el Papa, pero que en la antigüedad cristiana se refería a todos los sacerdotes y que, en buena lógica, iría muy bien a todas las personas que viven con el corazón abierto. 

Es un título que me entusiasma porque no hay tarea más hermosa que dedicarse a tender puentes hacia los hombres y hacia las cosas, sobre todo en un tiempo en el que tanto abundan los constructores de barreras. En un mundo de zanjas, ¿qué mejor que entregarse a la tarea de superarlas? 

Pero hacer puentes -y, sobre todo, hacer de puente- es tarea muy dura. Y que no se hace sin mucho sacrificio. Un puente, por de pronto, es alguien que es fiel a dos orillas, pero que no pertenece a ninguna de ellas. Así, cuando a un cura se le pide que sea puente entre Dios y los hombres se le está casi obligando a ser un poco menos hombre, a renunciar provisionalmente a su condición humana para intentar ese duro oficio del mediador y del transportador de orilla a orilla. 

Mas si el puente no pertenece por entero a ninguna de las dos orillas, sí tiene que estar firmemente asentado en las dos. No «es» orilla, pero sí se apoya en ella, es súbdito de ambas, de ambas depende. Ser puente es renunciar a toda libertad personal. Sólo se sirve cuando se ha renunciado. 

Y, lógicamente, sale caro ser puente. Éste es un oficio por el que se paga mucho más de lo que se cobra. Un puente es fundamentalmente alguien que soporta el peso de todos los que pasan por él. La resistencia, el aguante y la solidez son sus virtudes. En un puente cuenta menos la belleza y la simpatía -aunque es muy bello un puente hermoso-. Cuenta, sobre todo, la capacidad de servicio, su utilidad. 

Y un puente vive en el desagradecimiento: nadie se queda a vivir encima de los puentes. Los usa para cruzar y se asienta en la otra orilla. Quien espere cariños, ya puede buscar otra profesión. El mediador termina su tarea cuando ha mediado. Su tarea posterior es el olvido. 

Incluso un puente es lo primero que se bombardea en las guerras cuando riñen las dos orillas. De ahí que el mundo esté lleno de puentes destruidos. 

A pesar de ello, amigos míos, qué gran oficio el de ser puentes, entre las gentes, entre las cosas, entre las ideas, entre las generaciones. El mundo dejaría de ser habitable el día en que hubiera en él más constructores de zanjas que de puentes. 

Hay que tender puentes, en primer lugar, hacia nosotros mismos, hacia nuestra propia alma, que está la pobre tantas veces incomunicada en nuestro interior. Un puente de respeto y de aceptación de nosotros mismos, un puente que impida ese estar internamente divididos que nos convierte en neuróticos. 

Un puente hacia los demás. Yo no olvidaré nunca la mejor lección de oratoria que me dieron siendo yo estudiante. Me la dio un profesor que me dijo: «No hables nunca ´a´ la gente; habla ´con´ la gente.» Entonces me di cuenta de que todo orador que no tiende puentes «de ida y vuelta» hacia su público nunca conseguirá ser oído con atención. Si, en cambio, entabla un diálogo entre su voz y ese fluido eléctrico que sale de los oyentes y se transmite por sus ojos hacia el orador, entonces conseguirá ese milagro de la comunicación que tan pocas veces se alcanza. 

Entonces entendí, también, que no se puede amar sin convertirse en puente; es decir, sin salir un poco de uno mismo. Me gusta la definición que da Leo Buscaglia del amor: «Los que aman son los que olvidan sus propias necesidades.» Es cierto: no se ama sin «poner pie» en la otra persona, sin «perder un poco pie» en la propia ribera. 

Y el bendito oficio de ser puente entre personas de diversas ideas, de diversos criterios, de distintas edades y creencias. ¡Feliz la casa que consigue tener uno de sus miembros con esa vocación pontifical! 

Y el gran puente entre la vida y la muerte. Thorton Wilder dice, en una de sus comedias, que en este mundo hay dos grandes ciudades, la de la vida y la de la muerte, y que ambas están unidas -y separadas- por el puente del amor. La mayoría de las personas, aunque se crean vivas, viven en la ciudad de la muerte, tienen a muy pocos metros la ciudad de la vida pero no se deciden a cruzar el puente que las separa. Cuando se ama, se empieza a vivir, sin más, en la ciudad de la vida. 

Lo malo es que a la mayoría los únicos puentes que les gustan son los laborales.

Catholic.net

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